Viento Catabático
El viento catabático, se trata de un raro tipo de viento que cae en la superficie de la atmósfera, realmente no se ha descubierto una razón aparente para explicar este fenómeno, pero sin duda es uno de los eventos de la naturaleza mas asombrosos que podemos apreciar.
Te invitamos a que nos sigas por nuestras redes sociales, así como, sí te gusto la información regalanos un "Me Gusta", comparte y deja tus comentarios.
La Gravitación Universal
I. LA GRAVITACIÓN UNIVERSAL
Según una famosa leyenda, Isaac Newton, sentado
bajo un manzano, meditaba sobre la fuerza que mueve a los astros en el cielo,
cuando vio caer una manzana al suelo. Este suceso tan trivial fue para él la
clave del problema que le intrigaba: se dio cuenta de que el movimiento de los
cuerpos celestes es regido por la misma fuerza que atrae una manzana al suelo:
la fuerza de la gravedad. Newton descubrió que la gravitación es un fenómeno
universal que no se restringe a nuestro planeta. Aun siendo poco veraz, esta leyenda
ilustra uno de los acontecimientos que señalan el nacimiento de la ciencia
moderna: la unión de la física celeste con la física terrestre.
Antes de Newton, nadie había sospechado que la
gravitación es un fenómeno inherente a todos los cuerpos del Universo. Muy por
el contrario, durante la Edad Media y aun hasta tiempos de Newton, se aceptaba
el dogma de que los fenómenos terrestres y los fenómenos celestes son de
naturaleza completamente distinta. La gravitación se interpretaba como una
tendencia de los cuerpos a ocupar su "lugar natural", que es el
centro de la Tierra. La Tierra era el centro del Universo, alrededor del cual
giraban los cuerpos celestes, ajenos a las leyes mundanas y movidos sólo por la
voluntad divina. Se pensaba que la órbita de la Luna marcaba la frontera entre
la región terrestre y el cielo empíreo donde las leyes de la física conocidas
por el hombre dejaban de aplicarse.
En el siglo XVI,
Copérnico propuso un sistema heliocéntrico del mundo según el cual los
planetas, incluyendo la Tierra, giraban alrededor del Sol. El modelo de
Copérnico describía el movimiento de los astros con gran precisión, pero no
ofrecía ningún indicio del mecanismo responsable de ese movimiento.
La obra de Copérnico fue defendida y promovida
apasionadamente por Galileo Galilei. Además de divulgar la hipótesis
heliocéntrica, Galileo encontró nuevas evidencias a su favor realizando las
primeras observaciones astronómicas con un telescopio; su descubrimiento de
cuatro pequeños astros que giran alrededor de Júpiter lo convenció de que la
Tierra no es el centro del Universo. Galileo también fue uno de los primeros
científicos que estudiaron la caída de los cuerpos, pero es una ironía de la
historia el que nunca sospechara la relación entre la gravedad y el movimiento
de los cuerpos celestes. Al contrario, creía que los planetas se movían en
círculos por razones más estéticas que físicas: el movimiento circular le
parecía perfecto y estable por ser idéntico a sí mismo en cada punto.
Kepler, contemporáneo de Galileo, descubrió que los
planetas no se mueven en círculos sino en elipses y que este movimiento no es
arbitrario, ya que existen ciertas relaciones entre los periodos de revolución
de los planetas y sus distancias al Sol, así como sus velocidades. Kepler plasmó
estas relaciones en sus famosas tres leyes. Una regularidad en el movimiento de
los planetas sugería fuertemente la existencia de un fenómeno universal
subyacente. El mismo Kepler sospechó que el Sol es el responsable de ese
fenómeno; especuló que algún tipo de fuerza emana de este astro y produce el
movimiento de los planetas, pero no llegó a elaborar ninguna teoría plausible
al respecto.
Es justo mencionar que, antes de Newton, el intento
más serio que hubo para explicar el movimiento de los planetas se debe al
científico inglés Robert Hooke, contemporáneo de Newton. En 1674, Hooke ya
había escrito:
...todos
los cuerpos celestes ejercen una atracción o poder gravitacional hacia sus
centros, por lo que atraen, no sólo, sus propias partes evitando que se escapen
de ellos, como vemos que lo hace la Tierra, sino también atraen todos los
cuerpos celestes que se encuentran dentro de sus esferas de actividad.*
|
Sin esa atracción, prosigue Hooke, los cuerpos
celestes se moverían en línea recta, pero ese poder gravitacional curva sus
trayectorias y los fuerza a moverse en círculos, elipses o alguna otra curva.
Así, Hooke intuyó la existencia de una gravitación
universal y su relevancia al movimiento de los astros, pero su descripción no
pasó de ser puramente cualitativa. Del planteamiento profético de Hooke a un
sistema del mundo bien fundamentado y matemáticamente riguroso, hay un largo
trecho que sólo un hombre en aquella época podía recorrer.
Tal era el panorama de la mecánica celeste cuando
Newton, alrededor de 1685, decidió atacar el problema del movimiento de los
planetas utilizando un poderoso formalismo matemático que él mismo había
inventado en su juventud —el cálculo diferencial e integral— logró demostrar
que las tres leyes de Kepler son consecuencias de una atracción gravitacional
entre el Sol y los planetas.
Todos los cuerpos en el Universo se atraen entre sí
gravitacionalmente. Newton descubrió que la fuerza de atracción entre dos
cuerpos es proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de
la distancia que los separa. Así, si M1 y M2 son las masas de dos
cuerpos y R la distancia entre ellos, la fuerza F con
la que se atraen está dada por la fórmula:
Newton publicó sus resultados en su famoso libro
intitulado Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, cuya
primera edición data de 1687; la física teórica había nacido.
La gravitación es el cemento del Universo. Gracias
a ella, un planeta o una estrella mantiene unidas sus partes, los planetas
giran alrededor del Sol sin escaparse, y el Sol permanece dentro de la Vía
Láctea. Si llegara a desaparecer la fuerza gravitacional, la Tierra se
despedazaría, el Sol y todas las estrellas se diluirían en el espacio cósmico y
sólo quedaría materia uniformemente distribuida por todo el Universo.
Afortunadamente, la gravedad ha permanecido inmutable desde que se formó el
Universo y es una propiedad inherente a la materia misma.
Durante el siglo que siguió a su publicación, el
libro de los Principia fue considerado una obra monumental
erigida por su autor para honrar su propia memoria, pero accesible sólo a unos
cuantos iniciados. Se decía que Newton había publicado sus cálculos en forma
deliberadamente difícil, para que nadie pudiera dudar de la magnitud de su
hazaña científica.
Sin embargo, el valor de los Principia era
tan evidente que la obra empezó a trascender del estrecho círculo de discípulos
de Newton y llegó al continente europeo, y muy especialmente a Francia, que se
encontraba en aquel entonces en pleno Siglo de las Luces. El escritor y
filósofo Voltaire visitó Inglaterra durante los últimos años de vida de Newton,
cuando la física del sabio inglés se había consolidado plenamente en su patria.
Voltaire entendió la gran trascendencia del sistema newtoniano y se encargó de
introducirlo en Francia; no entendía de matemáticas, pero convenció a su amiga
y musa, la marquesa de Le Chatelet, una de las mujeres matemáticas más
destacadas de la historia, de que se interesara en la obra de Newton. La
marquesa tradujo los Principia al francés y, tanto ella como
sus colegas Maupertuis, D'Alembert y otros contribuyeron a propagar la nueva
ciencia.
Era necesario, sin embargo, reescribir a Newton en
un lenguaje matemático más claro y manejable. La culminación de esta labor
quedó plasmada en la gigantesca obra de Pierre-Simón Laplace, publicada en
varios volúmenes bajo el título de Mecánica celeste, en la que
desarrolló todas las consecuencias de la física newtoniana, reformulándola en
un lenguaje matemático que permitió su subsecuente evolución hasta la física de
nuestros días.
Con el fin de divulgar su obra, Laplace escribió
una versión condensada de la Mecánica celeste, que publicó en 1793,
año IV de la República Francesa, con el título de El sistema del mundo.
En este libro explicaba las consecuencias de la gravitación universal, no sólo
para la estabilidad del Sistema Solar, sino incluso para su formación a partir
de una nube primordial de polvo y gas.
En un pasaje particularmente interesante de este
libro, Laplace llamó la atención de sus lectores sobre el hecho de que, a lo
largo de la historia, muchas estrellas habían aparecido súbitamente y
desaparecido después de brillar esplendorosamente durante varias semanas:
"Todos estos cuerpos vueltos invisibles, se encontraban en el mismo lugar donde fueron observados, pues no se movieron de ahí durante su aparición; existen pues, en los espacios celestes, cuerpos oscuros tan considerables y quizás en cantidades tan grandes, como las estrellas. Un astro luminoso de la misma densidad que la tierra y cuyo diámetro fuera doscientos cincuenta veces más grande que el del Sol, debido a su atracción no permitiría a ninguno de sus rayos llegar hasta nosotros; es posible, por lo tanto, que, por esa razón, los cuepos luminosos más grandes del Universo sean invisibles"
"Todos estos cuerpos vueltos invisibles, se encontraban en el mismo lugar donde fueron observados, pues no se movieron de ahí durante su aparición; existen pues, en los espacios celestes, cuerpos oscuros tan considerables y quizás en cantidades tan grandes, como las estrellas. Un astro luminoso de la misma densidad que la tierra y cuyo diámetro fuera doscientos cincuenta veces más grande que el del Sol, debido a su atracción no permitiría a ninguno de sus rayos llegar hasta nosotros; es posible, por lo tanto, que, por esa razón, los cuepos luminosos más grandes del Universo sean invisibles"
Analicemos este pasaje tan notable. Las estrellas
vueltas invisibles a las que se refiere Laplace son principalmente las que
ahora llamamos supernovas. Como veremos en el capítulo III, algunas
estrellas pueden explotar bruscamente y volverse extremadamente luminosas
durante algunos días. Tal fenómeno ha ocurrido en nuestra galaxia al menos unas
cuatro veces durante los últimos mil años; las dos supernovas observadas más
recientemente ocurrieron en 1572 y 1604. También en el capítulo III, veremos
que una estrella, después de estallar como supernova, arroja gran parte de su
masa al espacio interestelar y, su núcleo que permanece en el lugar de la
explosión, se vuelve... ¡un cuerpo oscuro!
El razonamiento que llevó a Laplace al concepto de
un cuerpo que no deja escapar la luz es bastante simple. Sabemos por experiencia
que un proyectil arrojado verticalmente hacia arriba alcanza una altura máxima
que depende de la velocidad con la que fue lanzado; mientras mayor sea la
velocidad inicial, más alto llegará antes de iniciar su caída. Pero si al
proyectil se le imprime una velocidad inicial superior a 11.5 kilómetros por
segundo, subirá y no volverá a caer, escapándose definitivamente de la
atracción gravitacional terrestre. A esta velocidad mínima se le llama velocidad
de escape y varía, de un planeta o estrella, a otro. Se puede
demostrar que la velocidad de escape Vesc desde la superficie de un cuerpo
esférico es
Donde M es la masa del
cuerpo, R su radio y G la constante de la
gravitación que ya tuvimos ocasión de conocer.
En el cuadro I se dan las velocidades de escape de
la superficie de varios cuerpos del Sistema Solar; es importante notar que esta
velocidad depende tanto de la masa como del radio del astro.
CUADRO I. La velocidad de escape de la superficie de varios cuerpos celestes. Esta velocidad depende de la masa y del radio.
Volviendo a Laplace: es posible, al menos en
principio, que un cuerpo sea tan masivo o tan compacto que la velocidad de
escape de su superficie sea superior a la velocidad de la luz. En ese caso, se
podría pensar que los rayos luminosos no escapan de ese cuerpo. Este es
justamente el argumento que condujo a Laplace a postular la existencia de
cuerpos oscuros.
Es fácil ver de la fórmula para la velocidad de
escape que un cuerpo esférico de masa M tendrá una velocidad igual
a la de la luz si su radio mide
Donde c es la velocidad de la luz:
300 000 kilómetros por segundo. El valor rg se llama radio
gravitacional y es proporcional a la masa del cuerpo; si el radio de un cuerpo
esférico es menor que el radio gravitacional, la velocidad de escape de su
superficie es superior a la velocidad de la luz.
Un cuerpo oscuro con densidad comparable a la de la
Tierra y 250 veces mayor que el Sol tendría una masa aproximadamente igual a
cien millones de soles. Pero puede haber, en principio, cuerpos oscuros con
cualquier masa. El radio gravitacional que corresponde a una masa solar es de 3
kilómetros, lo que implica que si una estrella como el Sol se comprime a ese
radio se volverá un cuerpo oscuro en el sentido de Laplace (en comparación, el
radio del Sol es de 696 000 kilómetros). El radio gravitacional correspondiente
a la misma masa que la de la Tierra es de un centímetro aproximadamente.
Sin embargo, las consideraciones anteriores sólo
podían ser especulativas en la época de Laplace. En primer lugar, la fórmula de
la velocidad de escape es válida para cualquier partícula material,
independientemente de su masa, pero ¿se comporta la luz como cualquier
partícula material bajo la acción de la gravedad? Esta es una pregunta cuya
respuesta era desconocida hasta principios del siglo XX. En segundo lugar, era
difícil, en tiempos de Laplace, concebir que existieran en el Universo cuerpos
cien millones de veces más masivos que el Sol, o astros de la masa del Sol
comprimidos a un radio de sólo 3 kilómetros, o un cuerpo tan masivo como la
Tierra y del tamaño de una nuez.
Quizás fue por estas serias dudas que Laplace
eliminó toda mención de los cuerpos oscuros de las subsecuentes ediciones de
su Sistema del mundo, publicadas en plena restauración
borbónica. Para entonces, su autor se había vuelto el marqués de Laplace, y
quizá no juzgó tales especulaciones dignas de un noble y prestigiado
científico.
Los cuerpos oscuros permanecieron en la oscuridad
hasta el siglo XX, cuando la teoría de la gravitación de Einstein y la
astrofísica moderna arrojaron nuevas luces sobre ellos.
En el siguiente capítulo esbozaremos la teoría de
la relatividad de Einstein, en el contexto de la cual se pueden estudiar los
fenómenos relacionados con la luz y la gravedad. En el capítulo III veremos
cómo la evolución de una estrella puede conducir, bajo ciertas condiciones, a
la formación de un cuerpo que no permite a la luz escapar de su superficie.
NOTAS
* Citado por A.
Koyré, en Newtonian Studies, University of Chicago Press (1965), p.
182